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Merece la pena.

Ajedrez simultáneo.

Hay un programa en la televisión inglesa llamado "Trick of the mind" ("Truco de la mente") presentado por un tal Derren Brown que mezcla sugestión, adivinación y espectáculo. En casa, para simplificar, lo llamábamos "El hombre de la mente". Independientemente de que me crea o no la mayoría de cosas que hace, hay que reconocer que a veces el hombre tiene ideas realmente excepcionales como la que paso a describir:

En uno de los programas reunió a nueve jugadores de ajedrez de lo mejorcito de distintas partes del mundo, disponiéndose a jugar una partida simultánea con cada uno de ellos. El único detalle curioso fue que los colocó a todos en círculo, separados por mamparas para que no pudieran verse los unos a los otros. Antes de empezar declaró a la cámara: "No tengo ni idea de ajedrez, pero voy a entrar ahí para engañarlos a todos". Y eso es lo que hizo.

Sin que ellos se dieran cuenta, emparejó a cuatro de los jugadores con otros cuatro, de manera que en realidad disputaban las partidas entre ellos mismos. Para que me entendáis: memorizaba el movimiento de la mesa 1, lo reproducía en la 5, y volvía con la 'respuesta' de la 5 a la 1 otra vez. Lo mismo con el 2 y el 6, el 3 y el 7 y el 4 y el 8. ¿El resultado? El mismo número de victorias (3), derrotas (3) y tablas (2) en ocho de las nueve partidas. Era muy divertido, porque al final cada uno de los jugadores declaraba complacido (y bastante perplejo) haberse enfrentado a un "gran maestro", lo cual era la pura verdad, ¿no?

El truco que empleó para ganar la novena y última partida (y declararse así vencedor general del 'torneo') no lo reveló, pero a mí me bastó con lo primero. Un 'hurra' por el señor Marrón.

Ni "sí" ni "no", sino todo lo contrario.

Los búlgaros son gente curiosa: mientras que el resto de Europa mueve la cabeza en vertical para asentir y en horizontal para negar, ellos lo hacen al revés. Es posible que muchos de vosotros haya leído sobre eso alguna vez. ¿Pero hay alguien que lo haya vivido? Yo sí. Pueden darse tres situaciones distintas:

1) Que los que te hablan sean conscientes de que eres extranjera, y procuren realizar los gestos "traducidos" para que podamos entenderlos. En este caso hay poco que comentar. Las conversaciones se realizaban con bastante normalidad.

2) Que los que te hablan se olviden totalmente de tu condición de "no-búlgara", y asienten y nieguen al revés que tú. En apenas tres días y medio esta situación ha traído más de un malentendido, algunos más divertidos que otros. En mi caso, debo aclarar que me encontraba dando un cursillo de preparación para ocho personas a la vez. Creedme, es muy frustrante explicar algo durante una hora y media, preguntar si todo el mundo lo ha entendido, y ver cómo todos "niegan" con la cabeza, sonrientes. La madre que los trajo (sin acritud).

3) Que empiecen teniendo en cuenta tu nacionalidad, a mitad de la conversación se les olvide, y a finales se vuelvan a acordar. El resultado es que se ponen a mover la cabeza en círculos como locos, y tú no te enteras absolutamente de nada. Confieso, eso sí, que en esos momentos es cuando mejor me lo pasaba.

Feliz cumpleaños.

Carolina cumple hoy treinta años, y está en la otra punta de Europa.
Le he regalado una plantita, para que le haga compañía a lo largo de estas tres semanas.
La echo de menos, y mucho.

Otras culturas.

Antes de las vacaciones, un amigo noruego me hablaba de un villancico danés cuya letra, traducida, es la siguiente:

Ya es Navidad otra vez,
papá ya está borracho
y mamá debajo de la mesa.


¿Se le habrá caído algo a la pobre mujer?

Cuentos malvados

Después de mucho buscar ha caído por fin en mis manos este librito de Espido Freire. Aunque a penas da para más de un café, es de esos a los que uno vuelve cada cierto tiempo, para tranquilizarse con la idea de que siguen causándole el mismo impacto que la primera vez. No me puedo resistir a transcribiros mi preferido:

El espejo (9)

Se parecían a los espejos, y se alimentaban de luz. Brillaban y reflejaban el mundo como ellos, y los limpiábamos y nos gustaban; pero no eran espejos. No sabíamos lo que eran. Y nos miraban, nos reflejaban y nos sonreían.

Donde menos te lo esperas

Hace cosa así de una hora, me he hecho un cortecito en un dedo con una caja de cartón. Precavida, para evitar riesgos mayores, he acudido a mi botiquín y sin dudarlo ni un instante he desenfundado una tirita. Ahora bien, vaya tirita. Tiene un mónton de dibujos de colores que representan un cd, un ordenador, un perrito caliente, un teléfono móvil y una lata de refresco. He llegado así a la conclusión de que se trata, nada más y nada menos, que de una tirita capitalista.
Por si fuera poco, la primera vez me la he puesto demasiado ajustada. Puedo decir, por lo tanto, que hoy me he visto oprimida por el capitalismo.
Lo que hay que oír.

Recuerdo "al alimón".

Cuando era pequeña soy consciente de haberme despertado muchas mañanas en la cama de matrimonio de mis padres. Mi única memoria es la imagen de mi madre descorriendo las cortinas y el ruido de un tren que pasaba a veces, supongo que las vías debían estar cerca.

Ayer acudí a mi padre en persona para atar cabos sueltos. Esta fue su respuesta:

En el tiempo cercano al nacimiento de tu hermana fue en el que se produjo la serie de llegadas tuyas a nuestra habitación. La situación se desarrollaba tan sencillamente como sigue:
Yo abría los ojos y te encontraba de pie, sonriendo y diciendo -exlusivamente- hola y -te lo juro- siempre a las cuatro menos veinte. El ritual siguiente era levantarte en volandas y meterte en la cama, donde te cobijabas con tu madre, a pesar de no hacer ya frío, pues tu hermana nació en Agosto. Yo cogía mi despertador y me largaba a dormir a tu cama hasta las seis. Y, evidentemente, mamá se levantaría para empezar a trabajar y tú la verías descorriendo las cortinas... La ventana estaba a unos doce metros de la vía del tren, que tú mirabas encandilada pasar muchas veces al día.
Todo eso ocurría con una sonrisa tuya, la más bonita.

Un mal día.

Como jefa de departamento, acabo de tomar una decisión que supondrá despedir a una de las empleadas que se encuentran a mi cargo antes de lo previsto. No es especialmente buena trabajando, ha tenido más de un roce con otra gente de la oficina, y en este momento tenemos a alguien exclusivamente dedicado a revisar lo que hace. En circunstancias diferentes, podríamos permitirnos darle más tiempo para adaptarse, pero con todos los cambios que están produciéndose, para cuando empiece a resultar eficiente, es posible que la compañía no la necesite más.

Me siento fatal por haberme visto obligada a tomar esa decisión.

Por otro lado, me alegro un poquito de sentirme tan mal.

Ojalá sea algo que no aprenda a superar nunca.

Cuento pendiente.

Siempre he querido escribir un cuento que incluyera las líneas siguientes (las pongo en inglés, porque en español como que pierde el ritmillo):

She told him:
- I am the kind of woman who always says ’yes’.
He gave her the job.


Sin embargo, nunca se me ha ocurrido nada más. Estoy dispuesta a regalárselas a quien sea capaz de terminármelo.

De lo bueno, lo malo, y otras cuestiones serias.

La semana pasada han tenido lugar varias cosas a la vez que han provocado por mi parte una serie de planteamientos más o menos profundos. Por un lado, me leí el libro de "El Diablo y la señorita Prym", de Paulo Coelho. Por otro, compartí una semana de viaje con el director de mi departamento que resulta ser musulmán, lo que dio lugar a muchas coversaciones refentes a la religión. Y todo ello, en un país tan pobre como Bulgaria en el que mi empresa paga ochenta céntimos por hora por el mismo trabajo que aquí en Brighton se paga a seis libras la hora. Voy a intentar resumirlos y poner un poco de orden:

¿Por qué nos resulta tan fácil ajustar nuestras escalas de valores (es decir, quedarnos con la conciencia tan tranquila) para no condenar en nombre de la religión ciertos actos que son INJUSTOS los mires por donde los mires, pero nos convienen? ¿Tan flexibles -tontos- creemos a nuestros respectivos Dioses como para no darse cuenta?

¿Por qué necesitamos creer en un "árbitro" por encima de nuestras cabezas que se dedique constantemente a juzgar nuestras acciones? ¿No será que no nos atrevemos a juzgarlas nosotros mismos por considerarnos incapaces de perdonar siempre nuestros deslices?

¿Es lo mismo obrar bien por el mero hecho de creer que es lo correcto, que hacerlo para conseguir una recompensa? ¿Y que hacerlo por miedo -terror- al castigo, ya sea en vida o después de la muerte? ¿¿Importa??

Todo lo que sé es que los que en su día inventaron la religión se me antojan, por encima de todo, unos seres bastante maquiavélicos.

Mensaje atípico.

Hace un par de días, hablando por el messenger con un amigo que está pasando por una mala etapa, me pidió en un momento dado que por favor no dejara de escribir aquí. No podía ver su rostro, pero en mi mente se me apareció la misma expresión sombría que se le dibujó hace unos meses cuando, jugando al Pictionary en una de nuestras interminables madrugadas, me imploraba en silencio que consiguiera adivinar la palabra "precio" a partir de un dibujo en el que todavía no hemos sido capaces de hallar semejanza alguna con ningún objeto de la realidad.

Por este amigo me he sentado hoy frente al ordenador, aunque no tenga nada especialmente interesante que contar. Porque creo que merece (mucho) la pena darle un coscorrón a la pereza que de vez en cuando me mantiene alejada de aquí para traeros mis dos minutos diarios de complicidad. Porque estoy segura de que de algún modo, él necesita que yo no abandone el própósito con el que empecé esto el primer día. Sería demasiado decir que le brindo unos instantes de felicidad. Yo creo que, simplemente, se trata de un poquito de paz.

Estoy (sigo estando) aquí. Si me necesitas, silba bajito.

Quién me lo iba a decir.

¿En dónde acaba de abrir mi empresa una nueva sucursal?
En Bulgaria.

¿Cuál es uno de los países de Europa que nunca antes pensé en visitar?
Probablemente, Bulgaria.

Y a propósito, ¿aún se pregunta alguien dónde he estado toda la semana?
Pues en Bulgaria, claro.

Si es que no estáis atentos.

Hablando se entiende la gente.

Esta noche he tenido una pesadilla. Mientras mi hermana y yo esperábamos a alguien más, ella empezaba a zurrarme que daba gusto. Y otra, y otra más. Yo, muy triste, sólo le decía: "¿Por qué me pegas? Si no hay necesidad ninguna, mujer. Anda, déjalo ya." Al principio ella parecía muy enfadada, como si tuviera motivo. Luego, simplemente seguía a la vez que me iba pidiendo perdón: "Lo siento, no me queda más remedio". Y con qué ganas me daba, cómo dolía. Pero yo, en mis trece, dando ejemplo. Pacífica. Es más: dialogante.

Quien duerme a mi lado me ha despertado en mitad de la agonía porque, aparentemente, le había zampado más de una torta y hubo varios intentos de patadón en la espinilla. He alegado enajenación transitoria.

Basado en hechos reales (de ayer por la tarde):

Estación central de Colonia, Alemania. Diez vías o andenes multiplicados por cuatro, porque cada uno se divide en varias zonas en las que paran trenes diferentes. Una edificación enorme que lo cubre todo, que por si no ha quedado claro, repito: es grande, muy grande. Veinte... ¿qué digo? Cuarenta paneles informativos para consultar los horarios de salida de los trenes. Una sola gotera en el techo, encima de uno solo de los paneles. Para ser más exactos, encima del punto en el que uno se tiene que colocar para ver los trenes que salen entre las seis y las siete de la tarde. Desesperación por estar a punto de perder un tren en un país extranjero de cuyo idioma sólo se conoce la palabra "kartoffel". Nieve que se derrite en el tejado de la estación y que se precipita en forma de agua helada por el único agujerito que hay, el de la gotera encima del panel informativo de las seis de la tarde. Cómo me puse. Eso sí, debo alegar en mi defensa que contaba con un elemento a mi favor: un chaquetón con capucha.

Por dónde he andado.

Antes de que alguno que otro piense que se me han pasado las ganas, aclaro los motivos de la, hasta ahora, ausencia más prolongada en esta página por mi parte:

- Hasta el día 14 estuve enfrascada en la preparación de lo que ha sido mi regalo de San Valentín de este año: "Catorce cuentos sin título para el día catorce". Lo del "sín título" no sólo me facilitó las cosas a la hora de escribir a contrarreloj, sino que además quedaba bien como título (valga la redundancia) del conjunto. Eso es tener suerte.

- Entre el 14 y el 17 he andado liada con un "ligero" incidente en el trabajo que va a implicar más de un cambio en mis rutinas. Ya tengo pensado hasta cómo voy a escribir sobre ello aquí la semana que viene, si tengo oportunidad. No cuento más.

- El viernes 18 temprano nos montamos en un avión hacia Alemania, a pasar tres diítas de vacaciones. Me quedo sin duda con la catedral de Colonia, con la calles del centro de Bonn y con la nieve vista desde nuestra ventana nada más levantarnos. Qué le voy a hacer, soy una chica del Sur.

Cómo hemos cambiado.

Creo que tenía unos diez u once años. Nos reunieron a todo el colegio en una sala grande para darnos una charla sobre las ventajas de cuidarse los dientes como es debido. Una parte de la demostración requería a un voluntario que fuera a lavarse los dientes en ese momento, y al volver masticaba una especie de chicle que coloreaba las zonas que no había cepillado correctamente. El chico que se ofreció no podía ser otro que Ricardo, el más "moderno" del colegio por aquel entonces. Dos años mayor que yo. La mitad de las chicas enamoradas perdidamente de él. Yo, por supuesto, no me hubiera atrevido a salir delante de tanta gente.

Bueno, a lo que voy. Este mensaje no va sobre higiene bucodental, sobre mi timidez infantil, ni sobre amores platónicos de mi juventud (aclaro que no me hacía especial gracia el tal Ricardo). Mi intención no es otra que dejar constancia de la ENVIDIA que me invadió el cuerpo aquel día porque al chico aquel le regalaron el cepillo de dientes y la pasta que utilizó en el experimento. En aquel momento, estar en su pellejo se me antojó algo muy cercano a la felicidad.

Esas pequeñas cosas...

Hoy me han cambiado de sitio en la oficina. No sólo tengo una mesa más grande, sino que estoy al lado de la ventana. Desde aquí veo el cielo. Hoy estoy contenta.

Las dos caras de un mismo "asesino".

Hace tiempo se hizo muy popular entre mis amigos un juego de cartas que consistía en tratar de desenmascarar a un jugador que hace de "asesino" (y que va eliminando uno a uno al resto de los jugadores) por medio de acusaciones, mentiras, y cualquier medio dialéctico que cada uno quisiera emplear. En resumidas cuentas funcionaba así: bajo la mirada del "director" de la partida, todos los jugadores bajan la cabeza y el que hace de asesino aprovecha para señalar a otro, el cual será eliminado. El director comunica en voz alta quién ha sido la víctima, y entre todos tienen que decidir a quién se "acusa" del crimen. El asesino irá eliminando al resto de los jugadores en rondas sucesivas hasta que lo descubran o consiga quedarse el último.

Pues bien, entre mis amigos de la facultad se iniciaba una batalla dialéctica que en ocasiones duraba hasta media hora. "Confía en mí que yo a ti no te haría esto nunca", "Créeme (con lágrimas en los ojos) que yo no soy capaz de matar una mosca", "Acusa a tal o cual porque con su forma de manipular a todos los demás va a ganar él"... etc. Cerramos más de un bar con el jueguecito.

Varios meses después tuve una comida campestre con mi grupo de amigos del colegio de toda la vida. Después de comer se me ocurrió introducirles en el maravilloso mundo del "Asesino". Aún cuando el juego con el que pasamos la tarde era, en teoría, el mismo al que yo había jugado antes, lo cierto es que en la práctica se convirtió en una cosa totalmente distinta. Ni debates ni leches. Se trataba de ver quién era el más rápido en empezar la cantinela con el nombre de alguien, los demás lo seguían, y terminaban votándole. Los nombres de tres sílabas sonaban bien, con lo que eran los primeros en caer: (¡Ma-ria-jo...!, ¡Ma-ria-jo...!) Casi siempre ganaba el asesino, claro, mientras veía caer uno a uno a todo el que tuviera un nombre más "rítmico" que el suyo. Al fin y al cabo, no dejaba de ser una forma de manipulación como otra cualquiera. Distinta de la primera, pero igualmente efectiva.

¿En cuál de las dos versiones del mismo juego me lo pasé mejor? La verdad, no sabría decirlo.

Un besazo a todos desde aquí.

Sólo apto para despiertos.

Siempre he odiado la estadística como ciencia, como disciplina o como intento de medir lo que no ha pasado todavía. Aún así, estoy dispuesta a concederle una última oportunidad si alguien es capaz de resolverme una cuestión a la que llevo dando vueltas desde hace siete u ocho años (puede que más).

Pongamos a dos sujetos, a los que llamaremos "Señor Tramposo" y "Señor Astuto". El "Señor Tramposo" va a proponer al "Señor Astuto" una serie de apuestas al clásico juego de "Cara o cruz", pero haciendo honor a su nombre usará una moneda trucada, en la que el 80% de las veces sale Cruz (Nota: si dicha moneda es "imposible" en la realidad, hago un llamamiento a la imaginación del lector para que sea un poco condescendiente en ese punto).

Ahora bien: el "Señor Astuto", al que no se le escapa una, no se fía ni un pelo del "Señor Tramposo", y acepta jugar con la moneda de éste con una condición: en una de cada dos tiradas, el resultado que se contabilizará será el contrario del que salga. El "Señor Tramposo", cogido por sorpresa, no tiene más remedio que aceptar, y el juego comienza.

Mi pregunta es: ¿consigue la condición del "Señor Astuto" contrarrestar el efecto de la trampa del "Señor Tramposo"?

Ahí queda eso.

El castellano, ¿la tercera lengua más hablada del mundo?

Vivo en Brighton, una pequeña ciudad al sur de Londres. En la planta baja de mi oficina somos:

- Cuatro españoles
- Dos venezolanos
- Un noruego
- Un sueco
- Un paquistaní
- Una austríaca
- Un polaco
- Un brasileño
- Una rusa
- Un italiano
- Una francesa
- Dos alemanas
- Un holandés
- Un griego
- Una china
- Una estadounidense
- Y tres ingleses

Por la mañana, todo el mundo se saluda con un "Hola" o un "Buenos días" (en castellano).
Cuando tenemos algo que agradecer todos decimos "Muchas gracias" (en castellano).
Y cuando nos vamos a casa, nos despedimos con un "Adiós" o un "Hasta mañana" (sí... en castellano).

Me encanta.