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Merece la pena.

Paradoja (o 'ventajas de ser mayor, que alguna hay').

Prepararte ese helado enooooorme que te apetece tanto de repente, y comértelo antes de cenar para disfrutar como un niño.

La cafetería de Chari.

Apenas lleva unos meses abierta, pero Chari, la dueña, ya saluda a los clientes por sus nombres.

El segundo día que vas y pides un café, ella se para un momento y te dice: 'Ah, sí, a ti te gustaba corto de leche y sin azúcar, ¿verdad?'

Si pides un croissant te lo calienta (sin preguntar), mientras murmura algo parecido a que 'calentito está más bueno'.

Hoy entró una chica preguntando si tenían tartas. Chari contestó: 'Sí, pero sólo de gominolas'.

Y digo yo: ¿No pueden hacer una ley, o algo, que obligue a todos los cafés del mundo a ser así?

Casi nunca leo poesía.

Creo que no lo hago de forma premeditada. O quizá sí. El caso es que hoy me ha alegrado la noche encontrarme con esto:

          CONFLICTO DE PERSONALIDAD
          (de Juan José Téllez Rubio)

          Si un doble mío penetrara en su cuarto
          y lamiéndole el cuerpo con el mimo
          sumiso del esclavo, le sacara
          de algunas de sus frecuentes pesadillas.
          Si le invitase entonces a un viaje secreto
          por muslos y por labios, laberintos
          de piel que una mano diestra
          registre en la noche, suavemente.
          Si entre usted y yo, a estas alturas,
          hubiera saliva o rumor de matorrales,
          la íntima humedad con que el rocío del gozo
          va untando a aquellos que no duermen.
          Si fuésemos reptiles, si transfigurásemos
          el río de las horas en un burdel de gestos
          y el alba sólo fuera un relámpago importuno.
          Si mi sosias penetrase por su hendidura estrecha
          y el vello nos sumiera en un deleite súbito.
          Si tensáramos sus músculos como el hilo de un arco
          que habrá de dispararse contra la carne contraria.
          Quizá-quizá, si todo esto ocurriera
          y yo la encuentre mañana en los grandes almacenes,
          mirándome a los ojos distraída diría
          su cara, caballero, no sé, me suena mucho.

 (Extraído del librito Las causas perdidas, VI Premio Aljabibe de Poesía; publicado por Endymion.)

La ecuación perfecta.

Llevo mucho, mucho tiempo dándole vueltas a una cuestión: ¿cuál es la literatura que me gusta? ¿Tengo preferencia por los cuentos cortos? ¿Por algún género en especial? ¿Sólo por determinados autores, o temáticas?

Hoy por fin he dado con la clave: Me gustan los textos que, independientemente de la extensión o el género, me dejan más tiempo pensando del que tardé en leerlos. De un modo más 'científico' podría expresarlo así:

Tiempo que paso pensando sobre lo que he leído
------------------------------------------------ = Valoración final
Tiempo que invertí en leerlo

Está claro que un buen microrrelato (ojo, insisto en lo de 'bueno') obtendría casi automáticamente una puntuación altísima al pasarlo por esta formulita. Pero el valor que tienen para mí muchos de mis libros favoritos, a los que mi mente acude una y otra vez sin descanso (en la cama, en el autobús, cuando camino sola, mientras escribo estas líneas) va tendiendo, poquito a poco, a infinito.

Lo cual demuestra que la ecuación funciona.

La primera mentira.

Lo recuerdo todo como si fuera ayer. Tenía 6 años, y hacía muy poco que había conocido a la que sería mi mejor amiga durante mucho tiempo. Estábamos las dos en la placita en la que jugábamos siempre, y entonces pasó por delante de nosotras una chica de rasgos achinados. Mi amiga me dijo: '¿Sabes? Mi padre ha viajado a muchos lugares del mundo. Una vez estuvo en China, y vio cómo quemaban viva a una chica que se parecía mucho a esa'.

A mí me impresionó mucho la historia. Sentí una envidia tremenda por tener un padre tan aventurero, pero también me daba muchísima pena la historia de la pobre china. Lo único que llegué a preguntarle es cómo sabía que ambas chicas se parecían. 'Porque me enseñó una fotografía', me dijo ella. Nunca puse en duda lo que me contó.

Algunos meses después, cuando ya éramos mucho más amigas, me vino un día muy seria y me confesó que todo aquello de su padre y de la china no era verdad. Yo no supe cómo reaccionar. No es que estuviera enfadada, simplemente no le veía ningún sentido. ¿Por qué me mentía a mí? ¿No éramos amigas? ¿Por qué? ¿¿¡¡Por qué!!??

En la práctica no cambió nada entre nosotras, pero aún puedo revivir el sentimiento de decepción que me invadió en aquél momento. Quizá no fui consciente entonces, pero ahora lo sé: aquella fue la primera mentira de mi vida. Habría un antes y un después de todo aquello.

Hoy agradecezco profundamente a todo el mundo que me rodeaba (a mis padres, a mi familia) que esa primera mentira no me llegara hasta los seis años. Qué infancia más afortunada, la mía. Qué burbuja más bonita.

Crecer.

Leer, ir al cine, ver una película en casa, escribir, escribir en esta bitácora, aprender a dibujar, llamar a mis amigos, trasnochar, levantarme tarde, nadar, tocar la guitarra, ordenar mis cds, hacerme un gazpacho, salir de viaje, follar.

Son cosas que me gusta hacer cuando a mí me apetece, no cuando mi trabajo, o la vida en general me lo permiten.

Creo que nos hacemos mayores el día en que nuestro tiempo deja de pertenecernos.

Y está claro que no acabo de aceptar esa pérdida.

Ya no más.

Hoy he soñado que estábamos a finales de diciembre. Mi amigo C. me decía: 'Yo llego a Sevilla el día tal'. Mi amigo A., 'Y yo el día cual'. Yo tenía muchas ganas de verlos a ellos y a todos los demás, pero entonces me daba cuenta de que no había comprado el billete de avión todavía. De que ya era demasiado tarde, demasiado caro.

Entonces me desperté y caí en la cuenta de que eso ya no importaba. De que ya no vivo en Brighton.

He vuelto a dormirme, con una sonrisa.

El yogur es lo de menos.

Jose dice que vaya memoria más impresionante que tengo. No tiene nada de especial, de hecho es bastante absurda. Vuelvo a recurrir al formato dramático.


COCINA DE MI CASA. INTERIOR. NOCHE. (Hará unos cinco o seis años)

                                        MARIAJO:

                    Hay yogures, ¿te apetece uno?

                                        JOSE:

                    Vale.

                                        MARIAJO:

                    ¿De qué lo quieres?

                                        JOSE:

                    Ah, me da igual. De lo que más te guste a ti.


Quedaos con esa última frase. Una persona despreocupada diría "De lo primero que pilles". Una indecisa, simplemente incidiría en el "Me da igual". Una racional, por ejemplo "De lo que a ti no te guste (y así lo que te guste te lo tomas tú, ya que al fin y al cabo a mí me da lo mismo)".

Cuando Jose dijo "De lo que más te guste a ti" resumió en esa frase tan aparentemente simple, y por supuesto sin darse cuenta, toda su visión lúdica de la vida. Y eso es, quizá, una de las cosas que más me gustan de él.

No pasan en balde.

Una se da cuenta de que empieza a tener algunos años a la espalda cuando en una entrevista de Jesús Quintero a Felipe González, el realizador mete un letrerito de infografía con el nombre de éste cada cinco minutos para identificarlo.

Mi lado oscuro.

PARADA DEL AUTOBÚS. EXTERIOR. DÍA.

Dos jóvenes de unos 16 años charlan con cara de espárrago (ambos, lo cual no deja de resultar exótico).

CHICO:

¿Vas a ir hoy al instituto?

CHICA:

Sí, pero no pienso entrar a tercera hora en química. Voy fatal con la asignatura.

CHICO:

¿Y no será peor si encima no vas a clase?

CHICA:

Ya, pero es que a mí ese tío no me soluciona nada.

 

Podría haber dicho ’es que no me entero con el profesor ese’. O ’me aburro como una ostra’. O ’paso, me voy a tomar el sol, o a la Feria’. Pero no, tuvo que soltar una mamarrachada como esa: "a mí ese tío no me soluciona nada".

Es por eso por lo que me entraron ganas de estrangularla.

PD: Pero no, no lo hice (sic).

Él y ella.

A veces, a fuerza de cruzarte con las mismas personas todos los días, algunas de ellas entran a formar parte de tu vida sin que te des cuenta, y el día que no los ves te sorprendes a ti mismo pensando en ellos de repente.

Ella es una chica joven, morena, muy pero que muy guapa. Él es delgado y alto (mucho más que ella), joven también y algo desgarbado, todo piernas y todo brazos. No te das cuenta en el primer momento, pero poco después se hace evidente que sufre algún tipo de retraso mental.

Cuando bajan del autobús, siempre juntos, él se detiene unos instantes y busca la mano, el hombro o el cuello de ella para apoyarse. Una vez que lo encuentra echa a andar, y su rostro y su sonrisa te dicen que no, que ya no puede pasarle nada malo. Con ella a su lado, él se siente seguro.

A veces, te gustaría que esas personas siguieran formando parte de tu vida para siempre.

Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza.

Y no, no es una frase mía (por más que me gustaría). Se trata del título de un cuento de Fernando Sorrentino que leí hace la tira de años y que llevo esa misma cantidad de tiempo buscando como loca. Hoy, por un cúmulo de casualidades, he descubierto el nombre de su autor y por ahí he conseguido volver a encontrarlo.

A modo de introducción, sólo puedo añadir que es uno de esos cuentos que me encantaría que se me hubieran ocurrido a mí. (suspiro). Y que ejemplifica todo lo que para mí debe ser un cuento corto. He aquí el principio:

Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado.

Es un poco largo para trasncribirlo aquí entero (un poco más de una página), así que si os habéis quedado con las ganas, podéis encontrar el cuento completo aquí.

...

...

A mí no me la dan.

Tengo la teoría de que de todas las series que anuncian continuamente en el Canal 4, hay al menos tres que no echan nunca. :-p

Estampas de la vida moderna.

Entro en un patio de vecinos, cobijado entre cuatro edificios enormes. En un rincón veo apilados en el suelo un balón de fútbol, otro de baloncesto, un patinete y dos bicicletas. Continúo caminando y encuentro por fin a sus dueños: tres niños de unos ocho años, sentados juntos en un portal. Cada uno está concentrado en su propio videojuego portátil. No hablan.

Me alejo con un escalofrío. 

Qué facil es ser feliz, a veces.

Vas leyendo, como de costumbre, en el autobús. Esa tarde no estás de demasiado buen humor por el trabajo, o por el día que estás teniendo. De pronto una anciana te golpea la pierna al pasar, sin querer. La ves, tan chiquita, y le ofreces el sitio. Que no. Que sí. Que no. Que sí. Al final se resiste, creo que porque no quiere que pienses que te ha golpeado adrede. El caso es que encuentra un sitio en frente, con lo cual vuelves a tu lectura. Levantas la vista y te das cuenta de que su marido, igual de viejito, está a su lado y aún de pie. Le vuelves a ofrecer el sitio. Que no. Que sí. Que no. Que sí. También se resiste, porque es un galán y eso no lo vas a cambiar tú a estas alturas.

Se bajan del autobús. Su compañera de asiento te dice: 'te está diciendo adiós'. Miras por la ventana y la ves a ella mandándote besos con la mano.

Y ya no te quita nadie la sonrisa en toda la tarde.

¿Seis? (o 'El mundo entero al alcance de tu mano'.)

Después de varios meses escuchando hablar sobre Zifra y el Blog de Zifra a Fanswhave y a Carboanion (e imaginándomelo como una chica joven y algo friki) me da por echar un vistazo y descubro que es un amigo y compañero de mis padres en la Universidad.

Hace unos meses llego a la bitácora de Rafael Marín por medio de Otis, que lo cita en un par de ocasiones casi seguidas. Tras preguntarle a mi padre por este escritor de ciencia ficción y gaditano, resulta que es compañero suyo del colegio.

Hace seis o siete años ya, no estoy segura, estoy tomando una cerveza con Alberto y de pronto Carlos se acerca y se nos sienta al lado, tan tranquilo y sonriente como siempre. Dos de mis mejores amigos que a su vez eran íntimos sin yo tener ni idea.

Llevo tiempo queriendo escribir sobre la teoría de los seis grados de separación. Pero últimamente he decidido que ya no deberían ser seis, sino cinco. O incluso cuatro. Porque la velocidad a la que vamos hoy en día de la mano de tanta tecnología nueva se los salta de dos en dos.

No estoy segura, pero creo que esto me gusta.

Vínculos.

Es curioso analizar la manera en que establecemos vínculos con otras personas. Dejemos a un lado la cuestión amorosa. ¿Por qué somos amigos de nuestros amigos? ¿Porque nos gustan las mismas cosas? ¿Porque nos parecemos o queremos parecernos a ellos? Puede que esto sea más verdad conforme nos vamos haciendo mayores, pero ¿somos conscientes de hasta qué punto esos vínculos son fruto de la casualidad? ¿O de la necesidad? Acudir a un determinado colegio. Repetir curso. Elegir una carrera y no otra. Entrar en ese bar. Conseguir un trabajo en aquella oficina. Coger todos los días el mismo autobús.

Personas que apenas eran siluetas vacías antes de conocerlas se convierten en parte de tu vida y ya no puedes vivir sin ellas. Y todo gracias (que no ’por culpa de’, ojo) al puñetero azar. Si hay alguien ahí arriba debe estar partiéndose de risa con todo esto.

Librohólica.

Me atrevería a decir que a veces casi disfruto más comprando libros (o buscándolos en la biblioteca) que leyéndolos. Y escribo el ’a veces’ y el ’casi’ porque sin ellos no me atrevo a formular una frase como esa. Soy consciente de que roza lo blasfemo.

¿Es grave, doctor?

Comi-trágico.

Entro en el autobús. Hay varias personas de pie, por lo que me sorprendo de mi suerte al encontrar un asiento vacío al lado de un anciano. Nada más sentarme, comprendo el porqué. Se trata de un hombre más que peculiar, de los que tendemos a evitar por temor, vergüenza ajena o, simple y mero acto reflejo. Lleva sombrero, al que ha malpegado una pequeña plumita de tela arrugada a lo Robin Hood. Viste chaqueta a cuadros, chaleco y corbata amarilla. Empuña bastón.

Abro mi libro, pero no leo nada. Lo observo por el rabillo del ojo. Y permanezco atenta a todo lo que hace.

De pronto empieza a hablar lo suficientemente alto para que lo oigamos todos los pasajeros que estamos a su alrededor. Mantiene una conversación natural, como si todos lleváramos media hora juntos tomando un café. Sólo que no se molesta en esperar a que nadie le conteste. Cuenta chistes, uno detrás de otro. Cuando no se ríe nadie los explica, por si alguno más torpe no lo ha pillado bien. En realidad mezcla un poco de todo. Saca de su bolsillo un dibujo de una joven que al girarse se convierte en anciana. Un recorte de periódico amarillo de una mujer negra con cientos de aros de metal en la cara. Incluso cuenta un problema matemático (el de los tres hombres que van a un bar, ponen 10 pesetas cada uno y al final el cambio no cuadra) que sólo yo parezco identificar por la de veces que se lo he oído a mi madre.

A nuestro alrededor, la mayoría de la gente se burla de él. Pero no parece importarle lo más mínimo.

Y entonces pasa: repite el mismo chiste que acaba de contar un minuto antes. Las sonrisas se nos congelan. Me viene a la cabeza lo que dijo Alberto hace unos días sobre la soledad. Y me digo a mí misma que tengo que escribir sobre esto.