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Merece la pena.

Comi-trágico.

Entro en el autobús. Hay varias personas de pie, por lo que me sorprendo de mi suerte al encontrar un asiento vacío al lado de un anciano. Nada más sentarme, comprendo el porqué. Se trata de un hombre más que peculiar, de los que tendemos a evitar por temor, vergüenza ajena o, simple y mero acto reflejo. Lleva sombrero, al que ha malpegado una pequeña plumita de tela arrugada a lo Robin Hood. Viste chaqueta a cuadros, chaleco y corbata amarilla. Empuña bastón.

Abro mi libro, pero no leo nada. Lo observo por el rabillo del ojo. Y permanezco atenta a todo lo que hace.

De pronto empieza a hablar lo suficientemente alto para que lo oigamos todos los pasajeros que estamos a su alrededor. Mantiene una conversación natural, como si todos lleváramos media hora juntos tomando un café. Sólo que no se molesta en esperar a que nadie le conteste. Cuenta chistes, uno detrás de otro. Cuando no se ríe nadie los explica, por si alguno más torpe no lo ha pillado bien. En realidad mezcla un poco de todo. Saca de su bolsillo un dibujo de una joven que al girarse se convierte en anciana. Un recorte de periódico amarillo de una mujer negra con cientos de aros de metal en la cara. Incluso cuenta un problema matemático (el de los tres hombres que van a un bar, ponen 10 pesetas cada uno y al final el cambio no cuadra) que sólo yo parezco identificar por la de veces que se lo he oído a mi madre.

A nuestro alrededor, la mayoría de la gente se burla de él. Pero no parece importarle lo más mínimo.

Y entonces pasa: repite el mismo chiste que acaba de contar un minuto antes. Las sonrisas se nos congelan. Me viene a la cabeza lo que dijo Alberto hace unos días sobre la soledad. Y me digo a mí misma que tengo que escribir sobre esto.

2 comentarios

fanshawe -

Y el antispam es un punto

fanshawe -

Estamos de vuelta... me alegro muchísimo.