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Merece la pena.

Anécdotas y recuerdos

Basado en hechos reales (de ayer por la tarde):

Estación central de Colonia, Alemania. Diez vías o andenes multiplicados por cuatro, porque cada uno se divide en varias zonas en las que paran trenes diferentes. Una edificación enorme que lo cubre todo, que por si no ha quedado claro, repito: es grande, muy grande. Veinte... ¿qué digo? Cuarenta paneles informativos para consultar los horarios de salida de los trenes. Una sola gotera en el techo, encima de uno solo de los paneles. Para ser más exactos, encima del punto en el que uno se tiene que colocar para ver los trenes que salen entre las seis y las siete de la tarde. Desesperación por estar a punto de perder un tren en un país extranjero de cuyo idioma sólo se conoce la palabra "kartoffel". Nieve que se derrite en el tejado de la estación y que se precipita en forma de agua helada por el único agujerito que hay, el de la gotera encima del panel informativo de las seis de la tarde. Cómo me puse. Eso sí, debo alegar en mi defensa que contaba con un elemento a mi favor: un chaquetón con capucha.

Por dónde he andado.

Antes de que alguno que otro piense que se me han pasado las ganas, aclaro los motivos de la, hasta ahora, ausencia más prolongada en esta página por mi parte:

- Hasta el día 14 estuve enfrascada en la preparación de lo que ha sido mi regalo de San Valentín de este año: "Catorce cuentos sin título para el día catorce". Lo del "sín título" no sólo me facilitó las cosas a la hora de escribir a contrarreloj, sino que además quedaba bien como título (valga la redundancia) del conjunto. Eso es tener suerte.

- Entre el 14 y el 17 he andado liada con un "ligero" incidente en el trabajo que va a implicar más de un cambio en mis rutinas. Ya tengo pensado hasta cómo voy a escribir sobre ello aquí la semana que viene, si tengo oportunidad. No cuento más.

- El viernes 18 temprano nos montamos en un avión hacia Alemania, a pasar tres diítas de vacaciones. Me quedo sin duda con la catedral de Colonia, con la calles del centro de Bonn y con la nieve vista desde nuestra ventana nada más levantarnos. Qué le voy a hacer, soy una chica del Sur.

Cómo hemos cambiado.

Creo que tenía unos diez u once años. Nos reunieron a todo el colegio en una sala grande para darnos una charla sobre las ventajas de cuidarse los dientes como es debido. Una parte de la demostración requería a un voluntario que fuera a lavarse los dientes en ese momento, y al volver masticaba una especie de chicle que coloreaba las zonas que no había cepillado correctamente. El chico que se ofreció no podía ser otro que Ricardo, el más "moderno" del colegio por aquel entonces. Dos años mayor que yo. La mitad de las chicas enamoradas perdidamente de él. Yo, por supuesto, no me hubiera atrevido a salir delante de tanta gente.

Bueno, a lo que voy. Este mensaje no va sobre higiene bucodental, sobre mi timidez infantil, ni sobre amores platónicos de mi juventud (aclaro que no me hacía especial gracia el tal Ricardo). Mi intención no es otra que dejar constancia de la ENVIDIA que me invadió el cuerpo aquel día porque al chico aquel le regalaron el cepillo de dientes y la pasta que utilizó en el experimento. En aquel momento, estar en su pellejo se me antojó algo muy cercano a la felicidad.

Esas pequeñas cosas...

Hoy me han cambiado de sitio en la oficina. No sólo tengo una mesa más grande, sino que estoy al lado de la ventana. Desde aquí veo el cielo. Hoy estoy contenta.

Las dos caras de un mismo "asesino".

Hace tiempo se hizo muy popular entre mis amigos un juego de cartas que consistía en tratar de desenmascarar a un jugador que hace de "asesino" (y que va eliminando uno a uno al resto de los jugadores) por medio de acusaciones, mentiras, y cualquier medio dialéctico que cada uno quisiera emplear. En resumidas cuentas funcionaba así: bajo la mirada del "director" de la partida, todos los jugadores bajan la cabeza y el que hace de asesino aprovecha para señalar a otro, el cual será eliminado. El director comunica en voz alta quién ha sido la víctima, y entre todos tienen que decidir a quién se "acusa" del crimen. El asesino irá eliminando al resto de los jugadores en rondas sucesivas hasta que lo descubran o consiga quedarse el último.

Pues bien, entre mis amigos de la facultad se iniciaba una batalla dialéctica que en ocasiones duraba hasta media hora. "Confía en mí que yo a ti no te haría esto nunca", "Créeme (con lágrimas en los ojos) que yo no soy capaz de matar una mosca", "Acusa a tal o cual porque con su forma de manipular a todos los demás va a ganar él"... etc. Cerramos más de un bar con el jueguecito.

Varios meses después tuve una comida campestre con mi grupo de amigos del colegio de toda la vida. Después de comer se me ocurrió introducirles en el maravilloso mundo del "Asesino". Aún cuando el juego con el que pasamos la tarde era, en teoría, el mismo al que yo había jugado antes, lo cierto es que en la práctica se convirtió en una cosa totalmente distinta. Ni debates ni leches. Se trataba de ver quién era el más rápido en empezar la cantinela con el nombre de alguien, los demás lo seguían, y terminaban votándole. Los nombres de tres sílabas sonaban bien, con lo que eran los primeros en caer: (¡Ma-ria-jo...!, ¡Ma-ria-jo...!) Casi siempre ganaba el asesino, claro, mientras veía caer uno a uno a todo el que tuviera un nombre más "rítmico" que el suyo. Al fin y al cabo, no dejaba de ser una forma de manipulación como otra cualquiera. Distinta de la primera, pero igualmente efectiva.

¿En cuál de las dos versiones del mismo juego me lo pasé mejor? La verdad, no sabría decirlo.

Un besazo a todos desde aquí.